miércoles, 27 de octubre de 2010

Aquí Asustan.

Ella se levantó temprano como siempre. Con mucho cuidado abrió la puerta para no despertar a los que dormían y salió a barrer las hojas color de fuego que el árbol de almendras había botado la noche anterior. Al principio no lo notó. Primero fue una pluma, después fue otra y luego otra, hasta que llegó a la conclusión que en aquel pueblo nadie criaba gallinas o pavos y que aquellas plumas eran muy grandes como para pertenecer a alguna de las aves mencionadas. Con un gesto de la mano se quitó del pensamiento lo de las gallinas y los pavos, y siguió barriendo. Cuando llegó a la esquina, y se agachó a recoger las hojas, fue cuando finalmente lo miró. Primero le pareció un bulto de ropa vieja tirado sobre la acera, pero cuando la vista se acostumbro a las sombras, pudo distinguir, a menos de un metro de sus ojos, el cuerpo de un Ángel que se acurrucaba contra el muro en busca de calor. Ella tuvo que tragarse un grito y mentalmente elevó una oración. Lo tocó con la punta de la escoba y no obtuvo respuesta alguna. Se acercó un poco más y lo tocó con la punta del pie, pero tampoco recibió respuesta. Tomó un poco de valor y entonces lo tocó con la punta del dedo índice de la mano derecha. El Ángel se revolvió en el sueño y apenas lanzó un gemido. Entonces ella sintió pena por aquel ser que parecía tan frágil y le lanzó algunas hojas encima para protegerlo de la intemperie. Casi corriendo llegó a tocar la puerta a la iglesia y apenas sin aliento le contó al sacerdote de lo que había visto afuera de su casa. El sacerdote la reprendió por andar creyendo en Ángeles caídos, pero ella insistió con que lo que había visto era algo real. Tanta fue la insistencia que el sacerdote accedió acompañarla a ver el prodigio. Cuando llegaron a la esquina el Ángel ya estaba en pie. Luego se sacudió las hojas que tenía enredadas en el pelo y después arregló sus plumas y se rascó la barba. El sacerdote quedó sorprendido ante al prodigio y por algunos minutos no supo que hacer. Fue después, en un momento de inspiración, que se le ocurrió llevarlo a la iglesia y presentarlo en una misa campal y que la gente comprendiera que la presencia de aquel ser era una señal de Dios invitándoles a volver a los caminos de la Iglesia. Al principio, mucha gente se convirtió y empezó a llevar una vida de completo apego a los mandamientos y los preceptos de la iglesia pero, con el pasar de los meses, la presencia del Ángel se volvió algo normal y ya no inspiraba actos de conversión o arrepentimiento entre la gente, y fue cuando el sacerdote decidió relevarlo de sus funciones. El Ángel ya se estaba volviendo más bien un estorbo en aquel pueblo; los niños lo apedreaban y los perros lo mordían cuando lo encontraban por las calles, las mujeres se cansaron de que asustará a los bebés, los borrachos se burlaban de él y las muchachas lo enamoraban y le mostraban las piernas en plena vía pública, entonces el sacerdote decidió encomendarle una tarea acorde con sus dones: limpiar las cúpulas de la iglesia, barrer el polvo en el campanario, sacudir los vitrales y asegurarse de que las palomas no hicieran nidos encima del altar y se cagaran sobre la cabeza de los santos de yeso. Nadie más volvió a ver o preguntar por el Ángel. Los años pasaron, el sacerdote se llenó de canas y arrugas, la iglesia quedó vacía y ahora las viejas del pueblo andan diciendo que en la iglesia asustan, que todos las tardes, a la caída del sol, un par de fantasmas sube a lo más alto del campanario y arroja bendiciones a los transeúntes.

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